lunes, 10 de octubre de 2016

El Sí de Ethel Gilmour fue una flor. 29 de Septiembre. Museo de Antioquia. El Pueblo y el Guayacán. La obra Consentida


El Sí de Ethel Gilmour fue una flor.

Sueños en azul,  fragmento. 1996. Fotografía: Carolina Villegas / U. EAFIT

A un par de días del plebiscito, en el que el país busca afirmar el compromiso ciudadano por la paz, me he preguntado a menudo por lo que habría comentado Ethel sobre el actual proceso de paz y cuál habría sido su respuesta a la pregunta que tendremos que responder los colombianos el próximo domingo, de si apoyamos el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera.

A la reflexión que surge de la anterior pregunta quiero dedicar este espacio que me brinda el Museo de Antioquia, con ocasión del homenaje a la obra de Ethel, El Pueblo y el Guayacán como La Consentida del Museo, una pieza de su colección que fue escogida por las personas que trabajan en la institución para consentirla, es decir, para revisarla y repensarla al lado de otras obras de la artista que también hacen parte de esta colección, y que están expuestas en la sala Cundinamarca. Un espacio que, además, tiene el mérito de acoger por sus grandes ventanales a los transeúntes desprevenidos de la calle con el mismo nombre.

Esta nueva oportunidad de reunirnos alrededor de la obra de Ethel se da en unas circunstancias muy especiales, además de estar en la antesala a la consolidación de los acuerdos de paz, que muy seguramente habría cautivado la atención de Ethel, el pasado veintidós de septiembre se cumplieron ochos años de su fallecimiento, y Jorge y algunos amigos reunimos esfuerzos y conformamos una Corporación a la cual él donó una cantidad importante de obras suyas y de Ethel con el fin de ser preservadas como legado para las nuevas generaciones.

Dos años antes de su fallecimiento, y esta es otra circunstancia especial, en julio de 2006, este mismo Museo inauguró un espacio que llamó “Detrás de la obra” y lo dedicó entonces a la instalación El Pueblo y el Guayacán. En esa ocasión, tuve la fortuna de acompañar a Ethel y presentar su trabajo el día de la inauguración. Fue un momento muy emotivo porque reunió a muchas personas que la queríamos, y la recibíamos de nuevo a la vida, con flores y alegría, después de recuperarse de complicaciones graves de salud.

En esa conversación, el punto de atención estuvo puesto en el hecho de que Ethel era una gran contadora de cuentos. Sus obras, como los cuentos, eran construidas con un lenguaje sencillo -aunque no ingenuo-, porque a ella le gustaba comunicarse con todo tipo de personas. Como en los cuentos, en sus pinturas se entrelazaban la ternura y el amor con los grandes desafíos de la vida, luego de los cuales, pasara lo que pasara y si persistíamos con valor, encontraríamos la salida, así, contenían una promesa de felicidad. Por esa razón, Lewis Carroll decía bellamente que los cuentos eran “un regalo de amor”.

El Pueblo y el Guayacán también fue “un regalo de amor” que nos dejó Ethel. Esta obra, de algún modo, se convirtió para ella en una potente metáfora que le permitió sostenerse y trascender una enfermedad que la había llevado a estar al borde de la muerte y la confrontaba con el final de una manera inevitable. Así, el Guayacán se convirtió en ese símbolo de la belleza de la vida que se renovaba más allá de nuestra finitud y trascendía nuestra pequeñez. Ese árbol que es tan nuestro[1], era también un símbolo de eternidad, que anclado en la tierra le mostraba el camino a su querido cielo azul.

Si el Guayacán era la trascendencia, el Pueblo era el comienzo. El pueblo podía ser cualquier pueblo, o la suma de muchos pueblos, al fin y al cabo, decía Ethel, “todos llevamos un pueblo en la memoria”. Es el pueblo como principio, como origen, como infancia. Por esa razón, no es casual que para esa instalación, ella volviera a pintar varias de sus primeras obras figurativas de los años setenta, cuando reconoció su fascinación por la vida rural, por sus costumbres que parecían indiferentes al tiempo, por su simplicidad y colorido, así como por la majestuosidad del paisaje que, muy seguramente también, le recordó los Apalaches de sus infancia.

Así, como en los cuentos y en otras obras de Ethel, El Pueblo y el Guayacán contiene en su interior semillas portadoras de los demás trabajos suyos, (animales, pueblo, paisaje montañoso, árboles, cielo, historias y ritos ancestrales, objetos y ella presente como narradora) en los que principio y final se unen en una circularidad englobante, y allí está ella, pequeñita, como narradora, pero también como huella, porque nos dejó sus zapatos y su chal… Ella solía decir que en esa obra  había “mucha memoria”: su vida misma, diría.

Ethel Gilmour creció en el Sur de los Estados Unidos, en Charlotte, Carolina del Norte, en un ambiente familiar tranquilo, y en un medio casi rural, rodeada de naturaleza y animales. Gina, su hermana y también pintora, recordaba recientemente que ambas tuvieron la suerte de tener una mamá que siempre les mostraba la belleza del mundo y les enseñaba “los nombres de lo que amaba”, y a diferenciar el canto de los pájaros. Su madre también amaba los libros y era una mujer educada, graduada de la Universidad de Tulane, que era algo poco usual en su tiempo, pues en el Sur prevalecían modelos de vida muy restrictivos para las mujeres, como el prototipo de “dama” recatada, protegida en la esfera doméstica, y atada a los valores idealizados de la tradición  y del pasado, los que a Ethel le gustaba subvertir.

El Sur de los Estados Unidos es un lugar como el nuestro, lleno de belleza, pero también de contradicciones sociales y políticas muy marcadas. En su cultura, se reconoce el apego a la familia, al hogar y a la tierra, aunque en permanente tensión con la violencia racial y la opresión de las mismas tradiciones frente a los cambios globales. En ese contexto, el Sur ha dado vida a narradores y a obras de literatura de gran trascendencia. Una tradición, como decía Ethel, de “narradores” que “cuentan pensamientos”, de la cual también se alimentaron importantes escritores latinoamericanos y también muy presente en su obra de Ethel, que ella reconocía   como un eje común en ambas culturas.

Fue el Viejo sur el que heredó las historias de segregación racial de las plantaciones esclavistas y las luchas por los derechos civiles, presentes hasta hoy en día, como en las protestas ocasionadas por la muerte injustificada de un afro descendiente por parte de un policía en días pasados. Uno de los primeros trabajos de Ethel fue el de un rostro de un hombre piel oscura, cuya mirada pone en primer plano estos problemas. En la carta reciente de Martha Nussbaum, ella dice que desde su punto de vista, “Ningún mal fue más atroz que la esclavitud”.[2]

En sus años de formación, Ethel fue una activista comprometida y cuando terminó su pregrado en artes y humanidades en Georgia, viajó a Nueva York, donde estudió una Maestría en pintura y grabado en el Instituto Pratt de Nueva York, bajo la tutela del artista George McNeil, con quien Ethel mantuvo correspondencia hasta su muerte en 1995. McNeil fue una persona influyente en su vida, pues a pesar de que era un artista abstracto del grupo de Hans Hoffman y de la Escuela de Nueva York, no se apartó del lenguaje metafórico y retomó la figuración, a la par de muchos artistas que después de la Segunda Guerra Mundial comprendieron que el dolor y el pasado no podían ser ignorados, como sucedió en las obras de Guston, de Kooning, Dubuffet, Bacon, Giacometti y otros artistas que Ethel valoraba mucho.

Así, Ethel se formó en ese intervalo inestable entre abstracción y metáfora, y en la cruda, banal y llana realidad mediatizada que comenzó a introducir el arte Pop; lo primero, le dio a Ethel una enorme confianza a la hora de pintar generosas y arriesgadas pinceladas y superficies de colores, pensando más que en el tema, en el juego de tensiones sobre la superficie el lienzo; lo segundo, le aportó una sensibilidad especial por el aquí y el ahora, sin jerarquías temáticas. En este intervalo, la pintura de Ethel se hizo muy rica en crear relaciones dinámicas entre proximidad y distancia: una imagen suya vale para la observación a distancia, por los atrevidos juegos de formas y colores, pero también cuenta por la delicadeza del detalle, que puede maravillar al observador cuidadoso.

Una vez concluyó su experiencia neoyorkina, Ethel viajó a Paris. Trabajaba en un taller de litografía y estudiaba francés en la Sorbona. En un viaje de estudiantes a Rusia, conoció a Jorge, arquitecto y artista, con quien compartió sus últimos treinta y siete años de vida en Medellín. Antes de radicarse en el centro de esta ciudad, Ethel se acercó a América Latina vía Cochabamba, Bolivia, como profesora de arte en un colegio, con la idea que, de acuerdo con el mapa, estaría cerca de Jorge. Reconoció lo arrugado del territorio y finalmente llegó a Barranquilla, donde Jorge la esperaba.

En esa época tenía dos trenzas muy grandes, con cintas indígenas desde arriba hasta abajo, usaba vestido largo y flores, [lo que] hoy parece ridículo. Jorge me dijo que viniera con botas y machete para las serpientes… eso fue en el año setenta. Fuimos de Barranquilla a la Guajira. En esa época no había puentes y cada vez que había un río, teníamos que sacar las cosas del jeep, para arrastrarlo con cuerdas. En la Guajira no había turismo. Dormíamos en carpas y una señora indígena nos hacía de comer. Después viajamos a Medellín, a conocer la familia de Jorge. Me quedé en Medellín y encontré trabajo en la Universidad Nacional, en la Facultad de Arquitectura.

Ese primer viaje la confrontó definitivamente con un mundo enteramente nuevo para ella. Un mundo que, aunque hizo suyo de una manera entrañable, no dejó de impactarla en su exuberancia y diversidad cultural y natural, pero también en sus aterradores contrastes. Ethel y Jorge compartieron sus actividades como docentes en la Universidad Nacional de Colombia, el como arquitecto y ella como artista y, adicionalmente, ella hizo parte activa del grupo fundador de la Carrera de Artes, el cual se destacó en la escena artística de la ciudad y el país durante los años setenta, y fue conocido como Los once antioqueños, o el Grupo de Medellín.

La pintura de Ethel durante esa primera década de los años setenta en Medellín, exploraba una figuración que creaba puentes entre los mundos que le eran familiares. De manera constante, componía pequeños y muy personales “altares-instalaciones-decorado”, a partir de imágenes del arte, fotografías familiares, elementos de su entorno local, carpetas, repisas, muñecos, animales y objetos muy variados que poblaban su casa, muchos de los cuales eran regalos que le enviaba su madre, y que guardaban el hilo secreto de su historia entre dos mundos. Los objetos fueron una poderosa forma de comunicación en su vida, y a veces encarnaban lo indecible, o salvaban las distancias y las ausencias, como puede leerse en las notas al respaldo de las fotografías de su archivo personal.

Ethel pintaba diariamente de una forma muy disciplinada; ella decía que lo hacía de la misma manera que la gente iba todos los días a la oficina. Trabajaba insistentemente en ensayos de prueba y error para hacerse a un lenguaje, a una mitología y a unas imágenes propias del lugar que habitaba; como fue fiel así misma, necesitaba darle forma a su mirada aguda, a su amor por el arte, a su generosidad y camaradería solidaria, a su humor sutil y cariñoso y, también, a sus otras memorias del Norte, o de su otro Sur. Se confrontaba a si misma con las figuras de autoridad de una y otra cultura y ese descentramiento de ambas tradiciones le ayudaba a discernir con más claridad sus puntos de vista y su rebeldía contra el autoritarismo de las tradiciones.

Fotografía: Carolina Villegas / U. EAFIT
La obra de Ethel fue testimonial. La guerra entró a su pintura, un día de 1983 con la revista Cromos sobre su cama, y, como mensajera, trajo en su portada la imagen de la toma por parte del M-19 de la sede diplomática de la Embajada Dominicana, durante 61 días. Estos actos, cada vez capaces de peores cosa, siguieron llegando a su casa, a su cuerpo, a su historia; unas veces a través de los medios: la radio, la televisión y los periódicos, que contaban historias conmovedoras de víctimas distantes; otras, experiencias que compartía con sus allegados, y en su propia cotidianidad, como una bala perdida que atravesó la ventana de su habitación en un sexto piso de un edificio en el centro de la ciudad. La violencia, que se tornó en guerra mafiosa, paramilitar, guerrillera o de estado, llegó a estar en todas partes, y su virulencia se hizo, por momentos, intolerable. 

Ethel pintó cada arista de la guerra: el desplazamiento de indígenas y de campesinos; las explosiones; el secuestro; las masacres; el reclutamiento de menores; los desaparecidos; los magnicidios; los entierros de todos los días; las fumigaciones con glifosato, el Plan Colombia y la certificación; los zares de la guerra; la casa mafiosa; los políticos y presidentes; los combatientes armados, camuflados o civiles; el desequilibrio entre los poderosos y los desprotegidos; el padre García Herreros llamando a la paz; la voladura de oleoductos; la toma y retoma del Palacio de Justicia; el poder intimidador de las armas, los tanques, los aviones y los helicópteros; el proceso ocho mil; la degradación del centro de la ciudad, la señora que llora y los habitantes de la calle; los niños del conflicto y los miles de muertos diseminados por todos los lados.
Fotografía: Carolina Villegas / U. EAFIT
Así como la proximidad y la distancia del testimonio de las víctimas convivían en las imágenes de Ethel, o los seres queridos convergían en el aquí y el ahora de los objetos de su mundo (como pasa en el museo) y en lo visual se unían sin conflicto gesto y detalle, también en su obra pasado, presente y futuro dialogaban haciéndose y haciéndonos preguntas –aún hoy- (interroga, por ejemplo, la Conquista, la esclavitud y los holocaustos) para mostrarnos que la violencia no es solo pasado y memoria, ni presente únicamente, puesto que ella existe por unas condiciones históricas muy particulares que la han generado y sobre las que tenemos grandes compromisos de transformación en el presente y en el futuro.

La guerra pone en evidencia la fragilidad humana, agrieta la comunidad y la pertenencia de sus miembros a un lugar en la tierra (un exilio que Ethel sabía entender muy bien). A su paso, impone el miedo y la desconfianza y quebranta las posibilidades  para el encuentro. A los que nacimos con ella, nos acostumbró a vivir con cicatrices. Ella veía esas cicatrices y las nuevas heridas pero no las identificaba como parte inherente de la vida, sino que las veía como capas de dolor, desolación, muerte y desamparo que dejaban situaciones violentas, arbitrarias e invasivas, las que, con cuidado y amor, podrían quizá transformase.

Ethel pintaba las cicatrices y las heridas de la guerra. Lo hacía en silencio, como una plegaria contra la indiferencia y el olvido, (a veces la representaba de manera explícita: una carta, o elevando sus brazos al cielo). Una plegaría, como un bálsamo que pudiera, al menos simbólicamente, restaurar la dignidad aporreada cruelmente. Por esa razón, ella recurría, una y otra vez, a sus metáforas de sanación (las flores, los ángeles, los animales, los árboles, el mar, la lluvia, el cielo y las nubes y Dios –aunque a veces fuera solo un punto diminuto, un pastor, un pez, o un señor dormido). Repetía, como mantras, sus poemas sanadores: “si llega el dolor, deja que sea la lluvia”, (William Faulkner), segura de que la vida podía aportarnos la capacidad para transformarnos, aunque la magnitud de la tragedia, a veces, parecía desbordarlo todo, incluido el lenguaje.

Así, la obra de Ethel es un testimonio de cómo nuestra subjetividad y nuestra vida cotidiana quedaron marcadas por la guerra. Al mismo tiempo, ella nos mostró, como si lo estuviera pintando ahora, nuestras capacidades de materializar acciones reparadoras y de transformación, como tantas veces las invocó en sus pinturas, con la seguridad de que la vida, si la cuidamos con dignidad -lo que siempre será un trabajo en proceso- tiene la posibilidad de renovarnos.

Fotografías: Guillermo Melo. Carolina Villegas / U. EAFIT
Todas esas circunstancias colectivas, de tesón, solidaridad y capacidad de transformación, pero también indolencia, barbarie e indiferencia captaron la atención de Ethel hasta el final de sus días, aunque con los cambios de la política global, quedó más en evidencia que esa violencia no era un mal exclusivamente local; incluso, llegó a reconocer que también estaba presente en sus animales queridos, que tantas veces los imaginó como los únicos inocentes.

Al final de su vida, Ethel vivió otra guerra en su cuerpo, la cruel e implacable destrucción celular que provoca el cáncer. A la enfermedad la trató en su pintura al igual que a las demás violencias, de manera incisiva, pero también con respeto, porque la enfermedad revelaba la medida de nuestro paso por el mundo, y la belleza frágil y fugaz de nuestra existencia, comparable a la vida de una mariposa, el instante en el que se posa el pajarito sobre el alambre de púas, o la efímera florescencia dorada y magnificente del Guayacán. Ethel honró la vida con reverencia, dignidad y gratitud, lo que interpreto hoy como su permanente Sí a la paz.

Septiembre 29 de 2016




[1] Carlos Zapata y Juan David Vélez (de Marza Z) le ayudaron a juntar una flor tras otra en la pantalla del computador hasta conseguir una verdadera “primavera de oro” (Rómulo Gallego) El guayacán es un árbol nativo de centro América y de los países del norte de Suramérica y es el árbol nacional de Venezuela.

[2] Martha Nussbaum, Una carta para el pueblo colombiano, disponible en http://www.udea.edu.co/wps/portal/udea/web/inicio/udea-noticias/udea-noticia/ #udea vía @udea




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