El Sí de Ethel
Gilmour fue una flor.
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Sueños en azul, fragmento. 1996. Fotografía: Carolina Villegas / U. EAFIT |
A un
par de días del plebiscito, en el que el país busca afirmar el compromiso ciudadano
por la paz, me he preguntado a menudo por lo que habría comentado Ethel sobre
el actual proceso de paz y cuál habría sido su respuesta a la pregunta que
tendremos que responder los colombianos el próximo domingo, de si apoyamos el
Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz
estable y duradera.
A la
reflexión que surge de la anterior pregunta quiero dedicar este espacio que me
brinda el Museo de Antioquia, con ocasión del homenaje a la obra de Ethel, El Pueblo y el Guayacán como La Consentida del Museo, una pieza de su
colección que fue escogida por las personas que trabajan en la institución para
consentirla, es decir, para revisarla y repensarla al lado de otras obras de la
artista que también hacen parte de esta colección, y que están expuestas en la
sala Cundinamarca. Un espacio que, además, tiene el mérito de acoger por sus
grandes ventanales a los transeúntes desprevenidos de la calle con el mismo nombre.
Esta
nueva oportunidad de reunirnos alrededor de la obra de Ethel se da en unas
circunstancias muy especiales, además de estar en la antesala a la
consolidación de los acuerdos de paz, que muy seguramente habría cautivado la
atención de Ethel, el pasado veintidós de septiembre se cumplieron ochos años
de su fallecimiento, y Jorge y algunos amigos reunimos esfuerzos y conformamos
una Corporación a la cual él donó una cantidad importante de obras suyas y de
Ethel con el fin de ser preservadas como legado para las nuevas generaciones.
Dos
años antes de su fallecimiento, y esta es otra circunstancia especial, en julio
de 2006, este mismo Museo inauguró un espacio que llamó “Detrás de la obra” y lo dedicó entonces a
la instalación El Pueblo y el Guayacán.
En esa ocasión, tuve la fortuna de acompañar a Ethel y presentar su trabajo el
día de la inauguración. Fue un momento muy emotivo porque reunió a muchas
personas que la queríamos, y la recibíamos de nuevo a la vida, con flores y
alegría, después de recuperarse de complicaciones graves de salud.
En esa conversación, el punto de atención
estuvo puesto en el hecho de que Ethel era una gran contadora de cuentos. Sus
obras, como los cuentos, eran construidas con un lenguaje sencillo -aunque no
ingenuo-, porque a ella le gustaba comunicarse con todo tipo de personas. Como
en los cuentos, en sus pinturas se entrelazaban la ternura y el amor con los
grandes desafíos de la vida, luego de los cuales, pasara lo que pasara y si
persistíamos con valor, encontraríamos la salida, así, contenían una promesa de
felicidad. Por esa razón, Lewis Carroll decía bellamente que los cuentos eran
“un regalo de amor”.
El
Pueblo y el Guayacán también
fue “un regalo de amor” que nos dejó Ethel. Esta obra, de algún modo, se
convirtió para ella en una potente metáfora que le permitió sostenerse y
trascender una enfermedad que la había llevado a estar al borde de la muerte y
la confrontaba con el final de una manera inevitable. Así, el Guayacán se convirtió en ese símbolo de la
belleza de la vida que se renovaba más allá de nuestra finitud y trascendía nuestra
pequeñez. Ese árbol que es tan nuestro,
era también un símbolo de eternidad, que anclado en la tierra le mostraba el
camino a su querido cielo azul.
Si el Guayacán
era la trascendencia, el Pueblo era
el comienzo. El pueblo podía ser cualquier pueblo, o la suma de muchos pueblos,
al fin y al cabo, decía Ethel, “todos llevamos un pueblo en la memoria”. Es el
pueblo como principio, como origen, como infancia. Por esa razón, no es casual
que para esa instalación, ella volviera a pintar varias de sus primeras obras figurativas
de los años setenta, cuando reconoció su fascinación por la vida rural, por sus
costumbres que parecían indiferentes al tiempo, por su simplicidad y colorido,
así como por la majestuosidad del paisaje que, muy seguramente también, le
recordó los Apalaches de sus infancia.
Así, como en los cuentos y en otras obras
de Ethel, El Pueblo y el Guayacán
contiene en su interior semillas portadoras de los demás trabajos suyos, (animales,
pueblo, paisaje montañoso, árboles, cielo, historias y ritos ancestrales,
objetos y ella presente como narradora) en los que principio y final se unen en
una circularidad englobante, y allí está ella, pequeñita, como narradora, pero
también como huella, porque nos dejó sus zapatos y su chal… Ella solía decir
que en esa obra había “mucha memoria”: su
vida misma, diría.
Ethel
Gilmour creció en el Sur de los Estados Unidos, en Charlotte, Carolina del Norte,
en un ambiente familiar tranquilo, y en un medio casi rural, rodeada de naturaleza
y animales. Gina, su hermana y también pintora, recordaba recientemente que ambas
tuvieron la suerte de tener una mamá que siempre les mostraba la belleza del
mundo y les enseñaba “los nombres de lo que amaba”, y a diferenciar el canto de
los pájaros. Su madre también amaba los libros y era una mujer educada, graduada
de la Universidad de Tulane, que era algo poco usual en su tiempo, pues en el
Sur prevalecían modelos de vida muy restrictivos para las mujeres, como el
prototipo de “dama” recatada, protegida en la esfera doméstica, y atada a los
valores idealizados de la tradición y
del pasado, los que a Ethel le gustaba subvertir.
El
Sur de los Estados Unidos es un lugar como el nuestro, lleno de belleza, pero
también de contradicciones sociales y políticas muy marcadas. En su cultura, se
reconoce el apego a la familia, al hogar y a la tierra, aunque en permanente tensión
con la violencia racial y la opresión de las mismas tradiciones frente a los
cambios globales. En ese contexto, el Sur ha dado vida a narradores y a obras
de literatura de gran trascendencia. Una tradición, como decía Ethel, de “narradores”
que “cuentan pensamientos”, de la cual también se alimentaron importantes escritores
latinoamericanos y también muy presente en su obra de Ethel, que ella reconocía
como un eje común en ambas culturas.
Fue
el Viejo sur el que heredó las historias de segregación racial de las
plantaciones esclavistas y las luchas por los derechos civiles, presentes hasta
hoy en día, como en las protestas ocasionadas por la muerte injustificada de un
afro descendiente por parte de un policía en días pasados. Uno de los primeros
trabajos de Ethel fue el de un rostro de un hombre piel oscura, cuya mirada
pone en primer plano estos problemas. En la carta reciente de Martha Nussbaum, ella
dice que desde su punto de vista, “Ningún mal fue más atroz que la esclavitud”.
En
sus años de formación, Ethel fue una activista comprometida y cuando terminó su
pregrado en artes y humanidades en Georgia, viajó a Nueva York, donde estudió
una Maestría en pintura y grabado en el Instituto Pratt de Nueva York, bajo la
tutela del artista George McNeil, con quien Ethel mantuvo correspondencia hasta
su muerte en 1995. McNeil fue una persona influyente en su vida, pues a pesar
de que era un artista abstracto del grupo de Hans Hoffman y de la Escuela de
Nueva York, no se apartó del lenguaje metafórico y retomó la figuración, a la
par de muchos artistas que después de la Segunda Guerra Mundial comprendieron
que el dolor y el pasado no podían ser ignorados, como sucedió en las obras de Guston,
de Kooning, Dubuffet, Bacon, Giacometti y otros artistas que Ethel valoraba
mucho.
Así,
Ethel se formó en ese intervalo inestable entre abstracción y metáfora, y en la
cruda, banal y llana realidad mediatizada que comenzó a introducir el arte Pop;
lo primero, le dio a Ethel una enorme confianza a la hora de pintar generosas y
arriesgadas pinceladas y superficies de colores, pensando más que en el tema,
en el juego de tensiones sobre la superficie el lienzo; lo segundo, le aportó
una sensibilidad especial por el aquí y el ahora, sin jerarquías temáticas. En
este intervalo, la pintura de Ethel se hizo muy rica en crear relaciones
dinámicas entre proximidad y distancia: una imagen suya vale para la
observación a distancia, por los atrevidos juegos de formas y colores, pero
también cuenta por la delicadeza del detalle, que puede maravillar al
observador cuidadoso.
Una
vez concluyó su experiencia neoyorkina, Ethel viajó a Paris. Trabajaba en un
taller de litografía y estudiaba francés en la Sorbona. En un viaje de
estudiantes a Rusia, conoció a Jorge, arquitecto y artista, con quien compartió
sus últimos treinta y siete años de vida en Medellín. Antes de radicarse en el
centro de esta ciudad, Ethel se acercó a América Latina vía Cochabamba,
Bolivia, como profesora de arte en un colegio, con la idea que, de acuerdo con
el mapa, estaría cerca de Jorge. Reconoció lo arrugado del territorio y finalmente
llegó a Barranquilla, donde Jorge la esperaba.
En esa época tenía dos trenzas
muy grandes, con cintas indígenas desde arriba hasta abajo, usaba vestido largo
y flores, [lo que] hoy parece ridículo. Jorge me dijo que viniera con botas y
machete para las serpientes… eso fue en el año setenta. Fuimos de Barranquilla
a la Guajira. En esa época no había puentes y cada vez que había un río,
teníamos que sacar las cosas del jeep, para arrastrarlo con cuerdas. En la
Guajira no había turismo. Dormíamos en carpas y una señora indígena nos hacía
de comer. Después viajamos a Medellín, a conocer la familia de Jorge. Me quedé
en Medellín y encontré trabajo en la Universidad Nacional, en la Facultad de
Arquitectura.
Ese
primer viaje la confrontó definitivamente con un mundo enteramente nuevo para
ella. Un mundo que, aunque hizo suyo de una manera entrañable, no dejó de impactarla
en su exuberancia y diversidad cultural y natural, pero también en sus aterradores
contrastes. Ethel y Jorge compartieron sus actividades como docentes en la
Universidad Nacional de Colombia, el como arquitecto y ella como artista y,
adicionalmente, ella hizo parte activa del grupo fundador de la Carrera de
Artes, el cual se destacó en la escena artística de la ciudad y el país durante
los años setenta, y fue conocido como Los
once antioqueños, o el Grupo de
Medellín.
La
pintura de Ethel durante esa primera década de los años setenta en Medellín, exploraba
una figuración que creaba puentes entre los mundos que le eran familiares. De
manera constante, componía pequeños y muy personales “altares-instalaciones-decorado”,
a partir de imágenes del arte, fotografías familiares, elementos de su entorno
local, carpetas, repisas, muñecos, animales y objetos muy variados que poblaban
su casa, muchos de los cuales eran regalos que le enviaba su madre, y que
guardaban el hilo secreto de su historia entre dos mundos. Los objetos fueron
una poderosa forma de comunicación en su vida, y a veces encarnaban lo
indecible, o salvaban las distancias y las ausencias, como puede leerse en las
notas al respaldo de las fotografías de su archivo personal.
Ethel
pintaba diariamente de una forma muy disciplinada; ella decía que lo hacía de
la misma manera que la gente iba todos los días a la oficina. Trabajaba
insistentemente en ensayos de prueba y error para hacerse a un lenguaje, a una
mitología y a unas imágenes propias del lugar que habitaba; como fue fiel así
misma, necesitaba darle forma a su mirada aguda, a su amor por el arte, a su
generosidad y camaradería solidaria, a su humor sutil y cariñoso y, también, a
sus otras memorias del Norte, o de su otro Sur. Se confrontaba a si misma con
las figuras de autoridad de una y otra cultura y ese descentramiento de ambas
tradiciones le ayudaba a discernir con más claridad sus puntos de vista y su rebeldía
contra el autoritarismo de las tradiciones.
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Fotografía: Carolina Villegas / U. EAFIT |
La
obra de Ethel fue testimonial. La guerra entró a su pintura, un día de 1983 con
la revista Cromos sobre su cama, y, como mensajera, trajo en su portada la
imagen de la toma por parte del M-19 de la sede diplomática de la Embajada
Dominicana, durante 61 días. Estos actos, cada vez capaces de peores cosa,
siguieron llegando a su casa, a su cuerpo, a su historia; unas veces a través
de los medios: la radio, la televisión y los periódicos, que contaban historias
conmovedoras de víctimas distantes; otras, experiencias que compartía con sus
allegados, y en su propia cotidianidad, como una bala perdida que atravesó la
ventana de su habitación en un sexto piso de un edificio en el centro de la
ciudad. La violencia, que se tornó en guerra mafiosa, paramilitar, guerrillera
o de estado, llegó a estar en todas partes, y su virulencia se hizo, por
momentos, intolerable.
Ethel
pintó cada arista de la guerra: el desplazamiento de indígenas y de campesinos;
las explosiones; el secuestro; las masacres; el reclutamiento de menores; los desaparecidos;
los magnicidios; los entierros de todos los días; las fumigaciones con
glifosato, el Plan Colombia y la certificación; los zares de la guerra; la casa
mafiosa; los políticos y presidentes; los combatientes armados, camuflados o
civiles; el desequilibrio entre los poderosos y los desprotegidos; el padre
García Herreros llamando a la paz; la voladura de oleoductos; la toma y retoma
del Palacio de Justicia; el poder intimidador de las armas, los tanques, los
aviones y los helicópteros; el proceso ocho mil; la degradación del centro de
la ciudad, la señora que llora y los habitantes de la calle; los niños del
conflicto y los miles de muertos diseminados por todos los lados.
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Fotografía: Carolina Villegas / U. EAFIT |
Así
como la proximidad y la distancia del testimonio de las víctimas convivían en
las imágenes de Ethel, o los seres queridos convergían en el aquí y el ahora de
los objetos de su mundo (como pasa en el museo) y en lo visual se unían sin
conflicto gesto y detalle, también en su obra pasado, presente y futuro dialogaban
haciéndose y haciéndonos preguntas –aún hoy- (interroga, por ejemplo, la
Conquista, la esclavitud y los holocaustos) para mostrarnos que la violencia no
es solo pasado y memoria, ni presente únicamente, puesto que ella existe por
unas condiciones históricas muy particulares que la han generado y sobre las
que tenemos grandes compromisos de transformación en el presente y en el futuro.
La
guerra pone en evidencia la fragilidad humana, agrieta la comunidad y la
pertenencia de sus miembros a un lugar en la tierra (un exilio que Ethel sabía
entender muy bien). A su paso, impone el miedo y la desconfianza y quebranta las
posibilidades para el encuentro. A los
que nacimos con ella, nos acostumbró a vivir con cicatrices. Ella veía esas cicatrices
y las nuevas heridas pero no las identificaba como parte inherente de la vida,
sino que las veía como capas de dolor, desolación, muerte y desamparo que dejaban
situaciones violentas, arbitrarias e invasivas, las que, con cuidado y amor, podrían
quizá transformase.
Ethel
pintaba las cicatrices y las heridas de la guerra. Lo hacía en silencio, como
una plegaria contra la indiferencia y el olvido, (a veces la representaba de
manera explícita: una carta, o elevando sus brazos al cielo). Una plegaría, como
un bálsamo que pudiera, al menos simbólicamente, restaurar la dignidad aporreada
cruelmente. Por esa razón, ella recurría, una y otra vez, a sus metáforas de sanación
(las flores, los ángeles, los animales, los árboles, el mar, la lluvia, el
cielo y las nubes y Dios –aunque a veces fuera solo un punto diminuto, un
pastor, un pez, o un señor dormido). Repetía, como mantras, sus poemas
sanadores: “si llega el dolor, deja que sea la lluvia”, (William Faulkner),
segura de que la vida podía aportarnos la capacidad para transformarnos, aunque
la magnitud de la tragedia, a veces, parecía desbordarlo todo, incluido el
lenguaje.
Así,
la obra de Ethel es un testimonio de cómo nuestra subjetividad y nuestra vida
cotidiana quedaron marcadas por la guerra. Al mismo tiempo, ella nos mostró, como
si lo estuviera pintando ahora, nuestras capacidades de materializar acciones reparadoras
y de transformación, como tantas veces las invocó en sus pinturas, con la
seguridad de que la vida, si la cuidamos con dignidad -lo que siempre será un
trabajo en proceso- tiene la posibilidad de renovarnos.
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Fotografías: Guillermo Melo. Carolina Villegas / U. EAFIT |
Todas
esas circunstancias colectivas, de tesón, solidaridad y capacidad de
transformación, pero también indolencia, barbarie e indiferencia captaron la
atención de Ethel hasta el final de sus días, aunque con los cambios de la
política global, quedó más en evidencia que esa violencia no era un mal exclusivamente
local; incluso, llegó a reconocer que también estaba presente en sus animales
queridos, que tantas veces los imaginó como los únicos inocentes.
Al
final de su vida, Ethel vivió otra guerra en su cuerpo, la cruel e implacable
destrucción celular que provoca el cáncer. A la enfermedad la trató en su
pintura al igual que a las demás violencias, de manera incisiva, pero también
con respeto, porque la enfermedad revelaba la medida de nuestro paso por el
mundo, y la belleza frágil y fugaz de nuestra existencia, comparable a la vida
de una mariposa, el instante en el que se posa el pajarito sobre el alambre de
púas, o la efímera florescencia dorada y magnificente del Guayacán. Ethel honró
la vida con reverencia, dignidad y gratitud, lo que interpreto hoy como su
permanente Sí a la paz.
Septiembre 29 de 2016
Carlos Zapata y Juan David Vélez (de Marza Z) le ayudaron
a juntar una flor tras otra en la pantalla del computador hasta conseguir una
verdadera “primavera de oro” (Rómulo Gallego) El guayacán es un árbol nativo de
centro América y de los países del norte de Suramérica y es el árbol nacional
de Venezuela.
[2] Martha Nussbaum, Una carta
para el pueblo colombiano, disponible en
http://www.udea.edu.co/wps/portal/udea/web/inicio/udea-noticias/udea-noticia/
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